Llega un momento en que descubres que la felicidad está en la renuncia. En ir despojándote de todo aquello que nos sobra. En la simpleza de las cosas. En mirarnos en el certero espejo de lo que fuimos. Hay que escuchar ese silencio viscoso, rotundo, ese borrado a conciencia de las partes incómodas del pasado. Entonces la patria era embestida a golpes de generales, y la calle nuestra guarida, con una pelota “pulpo” bajo el brazo y un pebete de mortadela en la otra mano. Allá al fondo veo a ese niño que iba a la escuela. Veo al maestro, al director, veo los tanques en las calles y al padre autoritario. Veo la oscuridad, la lluvia perezosa y el miedo helado. Veo las risas, las complicidades, y esa forma de beberse la vida a borbotones. Sabes que la parte más bella y dulce de tu vida ha quedado atrás para siempre, pero en la semblanza de toda desilusión nos ha quedado la esperanza de amasar un mundo nuevo, un mundo mejor, un espacio social de crecimiento íntimo y colectivo, un instrumento de diálogo, de consenso, de memoria y de mañana.